Anecdotario Cinéfilo Parte II
Un amor de Europa, la preocupación de un hijo por su papá, la gloriosa labor de un proyeccionista, y dos mamás preocupadas por la educación fílmica de sus hijos(as). Nuestros autores siguen revelándonos sus historias más divertidas, íntimas y queridas en relación a su relación con el cine. Y ustedes ¿tienen alguna bonita historia que recuerden?
Cinema Gallegadiso
Hará cosa de unos 6 años que los de Cinépolis se pusieron nostálgicos y les dio por poner en sus pantallas ese clásico italiano llamado “Cinema Paradiso”. Invité a una amiga que pecaba de nunca haberla visto. Previo a la entrada hablamos de nuestros amores fallidos, de si ya habíamos superado todo aquello o seguíamos con la espina clavada de alguno de ellos. Estamos a la sala mientras le dije que yo a Fran ya lo había perdonado y que si el día de mañana me lo encontraba, lo abrazaría y me daría un gusto tremendo verlo. A ella le dio gusto y me dijo que tenía un corazón noble. Empezó la película. Me gustaba voltear y mirar a mi amiga y ver sus reacciones ante tremenda joya del cine. La estaba viendo por primera vez… Pero luego llegó la escena de todos los besos que Toto nunca había podido ver y que su eterno amigo, Alfredo, le supo guardar para regalárselos en una proyección íntima y por demás conmovedora. Como siempre me pasa con ese momento en particular, comencé a llorar recordando mis propios besos con ese amor de tierras gallegas que tanto amé y seguía amando. Lloramos y al salir del cine reíamos y brindamos con una coca cola light por esos amores que nos hacían sentir cosas tan bonitas.
Meses más tarde, aquel gran amor que creí perdido y por el que lloré. Me llamó desde el otro lado del charco. Volví a sentir aquello tan bello y el resto fue historia. Vamos para 5 años de casados. Tengo pendiente ver este mismo film con él.
El Viento negro del recuerdo
Mucho antes de que Game Of Thrones y The Walking Dead pusieran en boga el Tragedy Porn, tuvimos una dramática obra donde el dolor y la muerte son implacables: Viento Negro (1964). Basada en hechos reales, nos cuenta la tragedia de un ingeniero y su equipo de trabajo al construir un tramo de ferrocarril en el inclemente desierto de Altar, en Sonora.
Mi padre, quien se nos adelantó en el camino hace poco, guardaba un inquietante parecido físico con el recio actor David Reynoso, protagonista de esta dolorosa película, sin que fuesen parientes de forma alguna. La presencia imponente y la voz cavernosa eran las mismas.
Mi padre era ingeniero de la Marina Mercante, y entonces laboraba ya en tierra. Vi esta escalofriante historia por primera vez a los cinco o seis años. En aquel momento, incapaz de separar la ficción de la realidad por mi corta edad y ante el sorprendente parecido, pensé que efectivamente aquel infeliz trabajador era mi padre y ante tanto sufrimiento sentí gran pena por él. Esa noche, cuando regresó de su trabajo, lo abracé muy fuerte y le dije lo mucho que lo quería, y no me atreví a recordarle lo visto en la película, temeroso de traerle malos recuerdos.
Papá falleció tras larga enfermedad pero se mantuvo fuerte como un barco de guerra. Recién revisite este clásico del drama mexicano y no pude reprimir una lágrima recordando a mi padre, aunque claramente él no estuvo allí…
¿Qué es un 2001?
Jamás fui bueno para los deportes. Esas cosas del diablo nunca se me dieron, en parte gracias a que tuve que empezar a usar lentes desde los 6 años. Jugar lo que sea implica quitármelos para que no acaben rotos. Lógicamente, el no ver bien me hace aún más lerdo en la cancha, por lo que desde entonces lo evito a toda costa. Es por esto que un domingo de principios de los 90s, no fui con mis hermanos y mi papá a jugar basket después de desayunar. Sólo nos quedamos mi mamá y yo. Me paré a encender la televisión y poner el Canal 5 esperando ver alguna caricatura, pero al sintonizarlo había una extraña película en la que pude ver a un grupo de primates peleándose a gritos. Entonces mi mamá gritó animada “¡Es 2001!”. Su comentario fue incomprensible para mi porque, de entrada, yo era tan pequeño que aún no sabía contar hasta ese número y jamás había oido mención de algo arriba de mil. Después de que me explicaron qué es un 2001 y que se me aclaró como sólo faltaban menos de 10 años para llegar a esa fecha, nos sentamos a verla en el sillón. Recuerdo vagamente algunos instantes del filme en si, pero me queda claro que desde entonces era paciente y llegué hasta el final a pesar de los cortes comerciales (que estrictamente sólo duraban dos minutos). Estoy seguro que no entendí nada de lo que sucedía, pero yo era el más feliz viendo simios, naves espaciales, un montón de colores y un bebé gigante flotando en el cosmos.
Años después, el televisor siguió siendo mi amigo y fui criado por Los Simpson. Conforme fui creciendo pude cachar las referencias cinematográficas en la caricatura poco a poco, pero aquellas que aludían a 2001 siempre fueron mis favoritas porque no necesitaba que me las explicaran. El recuerdo de esa mañana de domingo seguía ahí a pesar de que no había vuelto a ver la película. Cuando por fin pude, la compré y casi me acabo el dvd de tantas veces que la puse porque soy un maldito enajenado que hasta los diálogos se aprendió. Hace como tres años que no la veo, porque la última vez fue en pantalla grande (como debe de ser) y como que no quiero sacudirme la experiencia de esa oportunidad que jamás creí tener. 2001 siempre será una constante en mi vida y la razón por la que nunca meterá a casa una de esas malditas cosas llamadas Alexa.
Para ser honestos y arriesgándome a que mis compañeros me cuelguen, no la adoro por la gran la calidad que tiene o porque la haya hecho el maestrazo de Kubrick. Mi amor a la Odisea Espacial es porque cada vez que escucho “Así habló Zaratustra” en la secuencia inicial, me vuelvo a convertir en ese escuincle poco coordinado que, gracias a su mamá y al Canal 5, empezó a ponerle atención a algo que no eran dibujos animados y a amar el cine.
El proyeccionista
Octubre 9 de 2009, es una fecha que casi casi tengo tatuada porque fue la fecha de estreno de “Inglorious Basterds” la sexta película de Quentin Tarantino, para ese entonces tenía 18 años y tenía el mejor trabajo que todo CINEFILO quisiera: ser proyeccionista. Proyectar películas, cuidar las máquinas mientras la función seguía, calibrar los niveles de audio, pegar y/o despegar los rollos de cinta de las películas que se estrenaban al día siguiente todos los jueves por la noche, pero sobre todo ver películas, durante nueve o diez horas todos los días, claro que eso tiene sus pros y sus contras, en un cine con ocho salas en ese entonces ver una y otra vez las cintas que se estrenaban semana a semana en ocasiones resultaba muy repetitivo.
Como buen cinéfilo me topé con el cine de Tarantino por error cuando tenía 14 años al encontrarme un DVD de dudosa procedencia en mi casa donde la portada tenía a la mismísima Poison Ivy (Uma Thruman) enfundada con una tremenda espada samurái, y recuerdo que por primera vez en mi vida Kill Bill vol1 me voló la cabeza, y desde ahí empecé a seguir la carrera del buen Quentin, todas las películas que había hecho hasta el 2019 me las había aventado en DVD, incluso ese experimento que hizo con su compa Robert Rodríguez llamado “GrindHouse” que no estrenó de forma regular aquí en México.
Como todos sabemos la violencia que Tarantino imprime en cada una de sus películas hace que la clasificación de censura sea “C”, así que cuando estrenó en México “Bastardos sin Gloria” yo ya era mayor de edad. La mejor parte fue cuando el jueves a medio día llegaron los rollos de la película a proyección, nueve largos rollos de cinta en la cual estaba impresa la película. No sé qué me dio más emoción, hacer mi trabajo como buen proyeccionista que era a la hora de pegar cada uno de esos nueve rollos, o la experiencia de sentarme en medio de la sala y ver la película como se debe: en una sala de cine con el volumen a todo lo que da.
Cada uno de los fotogramas que corrían a 24 cuadros por segundo se quedaron impregnados en mí, y más cuando al ver la película vi mi labor como proyeccionista representado en el papel de Marcel, el novio de Shosanna Dreyfus a.k.a Emmanuelle Mimieux la dueña del cine. Nunca antes había disfrutado tanto una película dentro de una sala de cine como la primera vez que vi a los bastardos; la historia dividida por capítulos, la música que iba desde la “Rabia e Tarantella” del maestro Ennio Morricone hasta el “ Cat People” de David Bowie, las largas escenas de charla que van creando una tensión que te envuelve hasta llegar a un explosivo clímax y ese Coronel Hans Landa que se roba toda la película.
La película estuvo unas seis semanas en exhibición, y fue lo que mejor me pudo pasar durante el año y medio que fui proyeccionista.
Mi primera película clasificación C
La primera película de “solo adultos” la vi cuando tenía 8 años. No juzguen a mis papás, esta es la historia.
En los años 70, cuando transcurrió mi tierna infancia, tardaban mucho en llegar las películas a los cines, ya que solo había dos salas en toda la recién nombrada ciudad de Culiacán. En ese entonces, por el trabajo de mi papá viajaba mucho a Estados Unidos y traía discos que no se encontraban en México y entre esos, nos trajo el Soundtrack de la película “Cabaret”. Mis hermanos y yo oíamos ese disco con el mismo gusto y obsesión que oíamos el del Club de Mickey Mouse, Disco Samba o Cri Cri. Yo me sabía todas las canciones, aunque no entendía lo que decía.
“Cabaret” se estrenó en 1972 pero, llegó a Culiacán hasta 1978 con clasificación C, cuando mi mamá la vio en cartelera quiso llevarnos a verla, pero, tomó la precaución de verla antes ya que, al final de cuentas, la película era sobre un cabaret y nosotros unos niños. Decidió que no le íbamos a entender nada y nos llevó al cine. Antes de comprar los boletos pidió hablar con el gerente del cine para explicarle porque iba a meter a sus tres retoños a ver una película de adultos. Recuerdo muy bien, porque me impresionó mucho ver que en el cine había una oficina, o sea, no era solo la sala con butacas, la dulcería, la taquilla y los baños ¡también había una oficina! Mi mamá habló con el gerente del cine explicándole que nosotros conocíamos muy bien la música de la película y que quería que viéramos los números musicales en la pantalla grande. Ella asumía la responsabilidad de meter tres niños a una película de clasificación C pero que estaba segura de que no íbamos a entender más allá de la música. El gerente estuvo de acuerdo, nos dio permiso de entrar y autorizó que nos vendieran los boletos.
La experiencia fue maravillosa. Toda la música que conocíamos estaba ahí. Las bailarinas espectaculares. Liza Minelli y Joel Grey personificaron esas voces que tanto oíamos. Me enamoré del corte de cabello y el maquillaje de “Sally Bowles”. Salimos felices y llegamos a la casa a poner otras veinte veces más el disco, aunque no entendimos absolutamente nada de que iba la película. Nada. Ni siquiera quienes eran esos señores con una araña en el brazo que después supimos que eran nazis.
Ya en mis 20 y tantos, volví a ver la película en video y fue cuando descubrí que además de ser una gran película musical, la historia es fascinante. Entendí la historia. Es una gran obra cinematográfica que se ha convertido en un clásico y para mí, es una de mis películas favoritas de toda la vida. El soundtrack lo tuve en LP (disco de vinil), en casete, en DVD y ahora forma parte de mi biblioteca de Itunes.