Bardo: Ondulaciones pendulares.
La primera interrogante que surge al ver la nueva película de Alejandro González Iñárritu es: ¿Qué estoy viendo? Desde la primera secuencia sabemos que estamos frente a una película diferente a cualquier otra, no solo de entre su filmografía, sino de entre cualquier propuesta cinematográfica actual. Si bien encontramos paralelismos con la obra de Fellini, de Buñuel o de Lynch, también hay en Bardo una voz única. Por momentos pareciera que más que una película, se trata de un ensayo personalísimo y a la vez tan general, cuyas mayores cualidades son la ironía y la sátira exponenciadas con esteroides de su narrativa.
Pero “Bardo” es un péndulo. Uno que ondula entre diversos ejes y que pasa de ser una verdadera obra maestra a ser la mayor mafufada que haya existido. Por momentos pareciera ser una película sobre realidades demasiado surrealistas y una crítica mordaz a la idea misma de la mexicanidad. En otros es una vil fantasía aderezada con justificaciones a la personalidad de su director.
No hay quien salga inmune en esta diatriba: desde el Gobierno hasta el pueblo, desde la soberanía hasta el intervencionismo, de la prensa vendida a la libertad de expresión, desde el malinchismo hasta el nacionalismo exacerbado.
Bardo se debate entre ser una expiación profundamente personal, demasiado intimista y ser una alabanza a la colectividad y a la generalidad del pensamiento, una oda a la vida y a la muerte. Es excesivamente petulante y a la vez una confesión humilde.
Es una película osada, en todas las posibles acepciones de la palabra. Tiene incluso los tamaños para burlarse de sí misma y llamarse pretenciosa e innecesariamente onírica. Pero hay una belleza intrínseca en esa contradicción.
Iñárritu, como director, está muerto y jamás ha estado tan vivo. Su péndulo lo lleva de lo genial a lo grotesco, de la autocrítica a la auto indulgencia. Del amor a sus raíces mexicanas a su deseo de pertenencia estadounidense. Del coma auto-inducido a estar más despierto e iluminado de lo que nunca había mostrado estar. De buscar el reconocimiento de premios y de la crítica a pasar de ellos y aferrarse a darse el gusto de contar una historia como él y solo él quiere hacerlo.
A resaltar hay muchos elementos en este film, desde la genial interpretación de Giménez Cacho como el alter ego (más ego que alter) de Iñárritu, hasta la magnífica fotografía de Darius Khondji o el glorioso diseño de producción de Eugenio Caballero, quien aprovecha muchos escenarios de la Ciudad de México, como el Centro Histórico, la colonia Roma o el mismísimo Salón California… ah qué hermosa esta Ciudad tan fea.
Me debato entre llamar a esta la mejor película del año o un churro infumable. Entre llamar a su director un virtuoso o un vende humo. Y el péndulo no deja de oscilar. No habrá puntos medios: o la amas o la odias. O, para ser más precisos: la amas y la odias. Citando (¿por qué no?) al guion mismo: “Quien no sabe jugar no es digno de ser tomado en serio”.