Cines Porno en la Ciudad de México Parte III
ADVERTENCIA: El autor sugiere discreción con el tema. La investigación siguiente contiene lenguaje e imágenes de sexo explícito apto únicamente para mayores de 18 años o edad legal para este contenido en su país.
Subí dos veces las escaleras con estrellas de colores pintadas en el piso de goma negra, arriba, del techo, penden los corazones gigantes rosas y rojos que menciono en la entrega anterior. La primer puerta a la izquierda era la sala llamada Medea. Actualmente se encuentra clausurada y sólo queda una puerta de tamaño regular. El octogenario encargado de la cafetería no desea hablar del tema, no da explicaciones y en general es un hombre enjuto y de mirada perdida.
Al fondo del pasillo, que es una pasarela, con afiches de David Bowie, Freddie Mercury y otros iconos del rock se encuentra el baño del primer piso. Es de llamar la atención el esfuerzo que hace el mítico y escurridizo Pepe (administrador del cine) por contrarrestar el evidente ambiente sexual que priva en las salas de El Nacional con guiños artísticos y culturales.
Pigalle es la zona roja de París, las prostitutas políglotas en ropa interior hacen intentos desesperados por convencerte para entrar en los numerosos burdeles, cines pornográficos, table dance, antros, cabinas, sex shops, y un larguísimo etcétera. Inaugurando la calle, saliendo de la estación del metro Piagalle, a mano derecha se encuentra el cine L’Atlas, estandarte del área, contrario a El Nacional, L’Atlas es un establecimiento luminoso aún a plena luz de día que se erige digno y con una elegancia rancia que contrasta con McDonalds en la puerta contigua. Lo que sucede en L’Atlas es, desde cualquier perspectiva, fuera de toda realidad. No importa lo gacha que se tenga la cabeza a la salida de este cine, siempre se puede mirar a lo largo del decadente Boulevard de Clichy, hacia la cima del Montmatre el mítico Moulin Rouge.
Pigalle también es la tercera sala de El Nacional.
El ambiente en la Pigalle está cargado de sexualidad, la tensión se puede palpar, quien entra en esta parte del complejo sabe a lo que va… o lo descubre pronto. Son pocas las butacas ocupadas, sin embargo los gemidos se escuchan claramente, al otro extremo de la sala, como en la planta baja, se adivinan siluetas. La pasarela hacia la gayola de esta sección es limpia sin manos ansiosas, sin proposiciones descaradas, sin invitaciones trémulas y sin amantes ocasionales esperando por su Romeo en turno. Tan solo algunas parejas cogiendo, no teniendo sexo, no haciendo el amor, no romanceando, cogiendo. Los mirones son escasos, pero el sexo en el ambiente ya está adquiriendo forma.
La cereza en el pastel el Moulin Rouge de este Pigalle mexicano es un improvisado cuarto oscuro de aproximadamente 3 por 9 metros, el sudor es copioso, nadie habla, todos gimen. Se confunden las manos, los olores, los cuerpos, las voces. Una vez que se acostumbra la vista se rompe parcialmente el anonimato de los amantes, sin detalles, los gestos son la viva imagen de la pasión desesperada, en otro contexto parecía un paraíso liberando una vida de infierno en soledad, manos desesperadas buscan aferrarse a lo que sea, un pene, unas nalgas, una boca… una nuca, otro par de manos que cubran su semi-desnudez.
El piso es pegajoso, pienso que el caer en este cuarto de lujuria desenfrenada implica un riesgo potencial, no estoy seguro de qué, pero me siento expuesto, agitado y preocupado. Tratar de evitar el contacto es tan ilusorio como pretender que un encuentro sexual en este lugar será la primera piedra de una relación duradera y formal.
Esquivar bocas, manos, penes, nalgas todos ansiosos resulta una tarea titánica y entonces sobreviene lo temido, alguien en este cuarto ha pisado una de las agujetas de mis botas y debo decidir si salirme de este horno de pasión o agacharme a amarrar mis imprudentes agujetas en este mismo sitio. El camino a la salida obliga a decantarse por la segunda opción. Sudando más de nervios que de excitación tomo una gran bocanada de aire y me sumerjo en ése mar de hombres semidesnudos…
Pasado el trago amargo decido que es momento de salir del cuarto oscuro, con la vista totalmente adaptada a la oscuridad del lugar logro ver la heterogeneidad de los asistentes a la bacanal, me sorprendo al descubrir hombres maduros, jovencitos que difícilmente superan los 17 años, “chacales”, lo que parece ser oficinistas y no puedo evitar hacer un esfuerzo superior al empezar a identificar a algunos jóvenes de entre 20 y no más de 25 años de una evidente clase social alta, echo a volar la imaginación y los puedo ver claramente en atuendos y poses hipster a la medida, departiendo en cafés de la Condesa, Polanco y Lomas de Chapultepec, estoy a punto de sacar el móvil para tomar evidencia de la experiencia cuando una sombra me abraza por detrás y me susurra al oído mientras me sujeta la mano: “sin cámaras, hay que respetar y aquí todos participamos”, lo que evidencia es hora de abrirme paso hasta la salida. Abrumado noto que la concurrencia ha aumentado de tal forma que la pasión se extiende hacia las butacas fuera del área de gayola. Mientras ajusto mi ropa veo la última imagen que me acompañará hasta hoy: uno de ellos (muy) guapo, alto, se adivina una piel suavísima y nívea, lleva anteojos redondos de pasta negra, viste camisa blanca de algodón y sombrero Fedora negro, el cinturón negro de talla ancha brilla con el destello de la pantalla que proyecta una incesante película pornográfica heterosexual se mece hacia atrás y hacia delante con los pantalones hasta la rodilla que caen sobre sus Converse azules mientras un hombre en sus 40 le aprisiona por la cintura con una mano y con la otra le sujeta la mandíbula al tiempo que le besa la nuca, sudoroso y agreste, el cuarentón tiene piel morena, prueba de largas jornadas pasadas bajo el sol, su camisa de poliéster no debe costar más de 100 pesos y sus pantalones de mezclilla deben ser aún más baratos. Los zapatos cenizos y blanquizcos se apoyan sobre las pantorrillas hipster mientras y el joven susurra algo mientras se masturba. Es todo, debo irme.
Me despido de El Nacional con sentimientos encontrados, paso al sanitario y me doy unos minutos para digerir la experiencia, mi iPhone indica las 19:15 y tengo trabajo por hacer. En la puerta de entrada veo al hipster pidiendo, casi suplicando al agreste amante que le llame mientras le extiende un papelito blanco: “no seas malo, me llamas, también te puse mi mail” dice con voz grave y cuidándose de no sonar muy ansioso. Salgo a la calle y aunque dejé de fumar hace meses me replanteo pasar a comprar una caja de cigarrillos, no me interesa desandar Fray Servando hacia el metro Pino Suárez con sus cantinas de quinta y sus parroquianos desdichas humanas. La alegría de Madonna que me acompañó hacía el primer piso de El Nacional quedó atrás y de alguna forma me acompaña la imagen de “Lady Marion” (Jennifer Connelly, Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000) llegando a su departamento vacío después de su famosísimo y terrible “ass to ass”.
Una vez revelada la realidad de lo que sucede en las salas porno de la Ciudad de México, quizá quede aclarado el objetivo de esta investigación. Podría parecer intenso y hasta morboso, sin embargo, la libertad sexual que se ejerce en estos cines ha sido la única salida para subsistir a la ola de salas multiplex que se comieron esos otrora salas familiares. En la cuarta entrega de esta serie abordaré a las demás salas que componen este circuito desde un punto de vista histórico. Les pido abran su criterio y disfruten esta aventura creativa. Un abrazo.
LE
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