Downton Abbey: El Gran Final – Nostálgico cierre que no se toma ese último sorbo de té.

Hay una frase que dice un personaje en la última entrega del universo de Downton Abbey “Downton Abbey: El gran final” que se me quedó en la cabeza “El pasado definitivamente es un lugar más cómodo” y ciertamente en esa frase, Julian Fellows logra resumir el espíritu de toda la franquicia, así como su razón de ser, la de mostrar ese orgullo británico y ese país que aprendió a embellecer su decadencia. Porque seamos honestos, la serie y posteriores películas nunca se trataron de cambios sociales entre la nobleza rural y su servidumbre, sino como ambos grupos sociales aprendieron a asimilar las ideas de cambio elegantemente.

Y en esta tercera entrega, Downton Abbey: El gran final, Simon Curtis nos lleva a ser testigos del inminente ocaso de la familia Crawley, pero lo hace con una compostura y dignidad como quien toma su té en la más fina porcelana. Aunque la historia de esta familia y su servidumbre se ha estirado demasiado, aquí el director supo encausarla para que todo encajara, es un ritual de despedida en todo sentido.

Estamos en 1930, justo un año después del colapso financiero que acabó con fortunas y significó romper por completo lo que quedaba del antiguo orden edwardiano en Inglaterra. Y mientras los suburbios de Londres crecen sin parar y las fábricas de otras ciudades se van apagando, la nobleza rural se encuentra en verdadero peligro de extinción. Aquí se muestra claramente que se resiste y trata de mantenerse a flote con base en puras apariencias.

Tenemos que en Downton Abbey: El gran final está a punto de estallar una bomba mediática, Lady Mary (Michelle Dockery) acaba de divorciarse, y justo por ese gran pecado para una noble de su calibre es que se representa perfecta y sutilmente ese dilema: es la heredera de un legado que está desapareciendo, demasiado moderna para poder romper con esas costumbres y demasiado orgullosa para desprenderse de ellas.  Pero socialmente está marcada, y ese estigma que ahora la acompaña la expulsa de todo círculo social que ella misma está dispuesta a defender. Mientras tanto su padre Lord Grantham (Hugh Bonneville), ve con una mezcla de incredulidad, dignidad y resignación como su linaje solo sobrevive por puro prestigio, el destino de Inglaterra ya no lo dicta la aristocracia a la que pertenecen, si no el poder de los ciudadanos que siempre estuvieron por debajo de ellos en silencio y a su servicio.

Y esa es la otra cara de este Gran final, ya que mientras en los sótanos y la cocina de Downton, vemos también como todos estos cambios afectan a los integrantes de la servidumbre. El fiel Carson (Jim Carter) por ejemplo, sufre una crisis cuando se enfrenta a su sucesión, dejándole el bastón de mando al joven Andy, un símbolo de que incluso las tradiciones más rígidas al final ceden al inminente cambio; y de que también ellos ahora se ven obligados a adaptarse y a abrirse camino en ese nuevo lugar que les corresponderá.

En momentos Downton Abbey: El gran final se torna algo redundante y lenta, aunque incluso a mí que no fui una seguidora de la serie, me pareció de cierta manera algo atinado ya que lo interpreté como que el director le quiso otorgar algo de solemnidad filmando esta transición de sus personajes como un gran baile melancólico. Todos los personajes tienen su momento y entra y salen de escena sin más, como si cada uno tuviera su momento de hacer su reverencia ante el público. Si bien el detonante de la historia es el descubrimiento del divorcio de Lady Mary y el hilo conductor es la transición de la sociedad inglesa y de cada uno de los personajes; la trama se vuelve por lo mismo dispersa, aunque siempre coherente. Y es que al final, es lo que se busca, ser una solemne celebración de ese establishment perdido.

Pero es imposible ignorar también el gran vacío de Lady Violet Crawley, la inolvidable Condesa Viuda interpretada por la eterna Maggie Smith, ya que su muerte, real y en ficción, deja a la película sin su gran chispa. Ya no hay lugar para su ironía o ese ingenio con el que soltaba frases que desarmaban a cualquiera. Solo queda su retrato en el gran salón que es testigo de una de las escenas más simbólicas, es más que un homenaje: es la constatación de que con ella se ha ido la voz del siglo XIX. Lo que queda es solo recuerdo.

Visualmente, Downton Abbey: El gran final es, como siempre, una sinfonía de texturas: caballos en Ascot, ferias rurales, vestuarios y joyería exquisitos y jardines en los que ansiaríamos caminar. El director de fotografía Ben Smithard, dota cada plano de gran una calidez y el vestuario de Anna Robbins es un tratado de historia textil. Pero más allá de su impecable superficie, la película funciona como una alegoría a esa Inglaterra que está a punto de desaparecer en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: aquella de los condados autosuficientes, las mansiones con ejércitos de empleados y los nombres y títulos heredados.

Fellowes, aristócrata él mismo y consciente del privilegio, escribe con la misma contradicción que siempre ha acompañado a Downton: admira la estructura que retrata, pero a la vez la sabe condenada. Sus personajes nunca se rebelan del todo, pero tampoco se rinden; viven atrapados en una nostalgia estética, una especie de utopía donde la desigualdad se disfraza de armonía y la servidumbre parece un acto de cariño. Es, quizás, la fantasía más persistente de la Inglaterra moderna: la ilusión de que el orden de clases puede ser romántico.

Pero ¿funciona como película? Dentro de este universo si y cumple bajo sus propios términos, no es una obre de arte, ni mucho menos era necesaria, pero ofrece la despedida elegante y digna que pretende ser. Al final, Downton Abbey: El gran final no busca reinventarse, eso es imposible ya; solo es una impresión nostálgica. Y como buena tradición del té servido a las cinco, lo importante no es la bebida, sino la ceremonia.

 

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Acerca del autor

Clementine   @@lupistruphis  

Escéptica ante todo, pero con una gran curiosidad. Amante del café y del aroma a libros viejos. Nostálgica e idealista sin remedio. Alguna vez de niña me llevaron al cine, y siempre vuelvo a él porque siempre me salva.


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