El Secuestro del Papa: Antisemitismo a la italiana.
El título original de esta película es “Rapito”, palabra italiana que significa “Secuestrado”, aunque para Latinoamérica ha sido renombrada como “El Secuestro del Papa”, título tramposo que, a través de su sensacionalismo, busca atraer más audiencia. Y este es quizás lo que mejor resume a esta película: una historia atrayente e interesante que, a través de un manejo de la trama bastante sensacionalista, pone el foco a uno de los episodios más lastimosos de la Iglesia Católica: el del secuestro de niños judíos para convertirlos al catolicismo.
Marco Bellocchio es, a estas alturas, uno de los directores más consistentes, longevos y reconocibles del cine italiano. Y no es esta su primera incursión en asuntos eclesiásticos y espirituales, aunque quizás sea la más punzante.
La trama nos lleva a la provincia italiana de Bolonia, donde a mediados del siglo XIX el Papa Pio IX reinaba bajo la figura de los Estados Pontificios. En esta coyuntura, nos cuenta la historia de los Mortara, una familia judía que ve su vida invadida una noche en la que los soldados de Roma irrumpen en su casa para llevarse a Edgardo, un pequeño de 6 años quien es secuestrado del seno familiar para ser llevado a Roma, con el fin de educarlo en el catolicismo, bajo el pretexto de que el niño ha sido bautizado (en secreto) en la fe católica.
El director opta por el melodrama para contar una historia de fascismo, radicalismo y abuso de poder. Hay momentos de suspenso bien manejados que, sin embargo, palidecen ante el permanente tono dramático, acentuado por una desesperante partitura que sólo atina a hacer caer cada escena en la obviedad y manipulación. Sin embargo, se debe reconocer que estos recursos que suelen resultar “efectivistas”, por momentos resultan bien ejecutados y hacen que el balance general de la película sea positivo. A destacar, hay un magnífica dirección de arte que resulta lo más sobresaliente en el ámbito visual.
Mediante un guion que pone en entredicho las motivaciones de uno y otro bando, Bellocchio atina a presentar personajes que, aún cuando cometen actos de clara villanía, en ningún momento actúan de mala fe, sino que se comportan de acuerdo a sus propias creencias. ¿Qué hay más interesante que un villano que, en toda honestidad, piensa que lo que hace es correcto? Y no sólo correcto, sino necesario.
Haciendo una crítica no sólo al catolicismo, sino al extremismo religioso, el tono de tensión se mantiene de principio a fin. La película tiene a su favor que plantea varios dilemas, abriendo la conversación sobre temas como la imposición espiritual, el síndrome de Estocolmo, y (muy à-la “Juicios de Nüremberg”) la culpabilidad o inocencia de aquellos cuyo trabajo era imponer el cumplimiento de una Ley opresora.
Dentro de los puntos en contra, habrá que reconocer que la película se extiende un poco de más hacia los minutos finales, haciendo por momentos dolorosas las escenas sobre el destino tanto del protagonista como el de su familia, cuyo caso se convierte en moneda de cambio en un contexto politizado provocado por la liberación de Roma y la unificación italiana. Pero es la efectiva dirección de un viejo lobo de mar como Bellocchio lo que hace que finalmente se trate de una película bastante disfrutable, con appeal para cualquier tipo de audiencia.