Encontrando la tristeza en “Triangle of Sadness” de Ruben Östlund
“El búho de Minerva despliega sus alas sólo con la llegada del crepúsculo” es la frase con la que abre el libro Filosofía del derecho del filósofo alemán Friedrich Hegel.
La interpretación más clara que podemos hacer de su significado tiene que ver con la idea de que la filosofía no puede ver hacia el futuro, el sentido y propósito del devenir histórico sólo puede encontrarse después de que éste ya ha acontecido. Así pues, figuras históricas como Napoleón Bonaparte, Abraham Lincoln, Benito Juárez, Winston Churchill, entre otros, simplemente reaccionaban a lo que las condiciones materiales inmediatas de su contexto pedían de ellos, y fue después que nosotros le dimos una lectura e interpretación a sus acciones y éstas se volvieron “historia”.
Ese es el principal problema con la filosofía, no poder encontrar el sentido de todas las coyunturas sociales que nos atraviesan actualmente, muchas de las cuales exigen una respuesta urgente. En el cine hay una crisis similar, y hemos tenido que llegar al final de toda una década de redes sociales, corrección política, memes, desinformación y postmodernismo en el discurso público para que finalmente lleguen películas que de una manera u otra intentan hablar de qué nos atraviesa socialmente hablando. Si bien cada película inevitablemente es un reflejo de los valores e ideologías de su tiempo, obras como, por poner un ejemplo mainstream, Don’t Look Up (Adam McKay, 2021) intentan tomar distancia y hacer una observación de como ciertas dinámicas en la sociedad son el conflicto principal en como afrontamos las problemáticas que nos aquejan. En opinión de quien les escribe, las obras más efectivas en hacer ésta clase de comentario social observan sus situaciones desde una perspectiva que nos permite comprender más y repensar las problemáticas que abordan. Pueden pasar los años, pero las películas que logran esto no dejan de sentirse más vivas y actuales que nunca. Sin temor a equivocarme creo que Triangle of Sadness, la película más reciente del premiado sueco Ruben Östlund entra en éste grupo, así que aprovechando que el día de hoy 13 de abril es cumpleaños del director, vamos a analizarla para ver por qué resulta tan efectiva (alerta de spoilers adelante).
Se trata de una sátira dividida en tres episodios, en relación a ese ‘triángulo’ al que alude el título, y a diferencia de otras películas que utilizan éste recurso narrativo, aquí los episodios se sienten muy justificados y no como una interrupción innecesaria en el flujo narrativo y emocional de la historia, pues delimitan situaciones espacio-temporales muy específicas y separadas entre sí, en las cuales su conexión no es evidente y la ‘tristeza’ nunca se muestra a sí misma directamente, pero está implícita de maneras muy diferentes en las situaciones que presenta la película.
La primera de las historias sucede en el mundo de la moda, las pasarelas y los influencers y sigue la relación de dos modelos que trabajan para la misma agencia, Carl (un acertado Harris Dickson) y Yaya (Charlbi Dean, bella y magnética a la cámara, D.E.P.). Conocemos un poco del mundo en que se desenvuelven, desde la frivolidad con la se seleccionan los modelos masculinos, los gestos performáticos del mundo de la moda (“Balenciaga… H&M”), y la manera en que las pasarelas se solidarizan con asuntos profundamente graves como la crisis climática sólo como un gesto publicitario y de relaciones públicas.
Pero el núcleo emotivo central de ésta primera parte sucede cuando Carl y Yaya tienen una cena romántica en un restaurante lujoso, en la que ambos comienzan a discutir sobre quién paga la cuenta, lo que a simple vista se parece una situación incómoda y común en las relaciones, deja ver como la naturaleza invasiva de la corrección política afecta el lenguaje y las relaciones en la generación millenial. Lo cual encuentra su contradicción inmediata cuando ambos tienen una conversación posterior en la cama, y Yaya toca el tema de ‘qué pasaría si me embarazo y necesito quién me cuide’. Queda implícito que a pesar de que Carl gane menos dinero que Yaya (por ser un modelo masculino), se espera que en un punto cumpla un rol de proveedor, Östlund hace un discurso muy crítico hacia las ‘nuevas masculinidades’ y los roles de género deconstruidos, la ‘tristeza’ en éste vértice del triángulo pareciera estar en lo irreal del futuro que imaginan ambos jóvenes modelos.
La segunda parte de la película, y la principal en toda la publicidad y posters que se le han hecho, sucede en un crucero de súper lujo, Carl y Yaya son sólo una parte más de una lista de huéspedes millonarios, que incluye fabricantes de armas, oligarcas europeos, un empresario de composta ruso (Zlatko Buri robándose el espectáculo), y la nueva generación de billonarios geeks desarrolladores de software. En trato directo con los huéspedes están los asistentes y azafatas del barco, y por debajo, casi invisible, está la mano de obra en su mayoría migrante, encargada del aseo y las labores de navegación. La división de éstos grupos de personas hacen un paralelismo contundente y directo con la manera en que se organiza el trabajo en las clases sociales de nuestro mundo, y el terreno está preparado para que la situación sea llevada a extremos buñuelianos.
Gradualmente se acrecientan contradicciones que a pesar de ser didácticas por la propia naturaleza satírica de la obra, no por eso dejan de parecer perfectamente plausibles en el mundo real. En un punto una huésped europea le pide a una de las empleadas ‘intercambiar roles’ y meterse a la alberca mientras ella le sirve algo, algo que compromete a la empleada, cuyas indicaciones son hacer todo lo que le pidan los huéspedes, sin embargo tampoco puede romper los límites de servidumbre, ella no sabe cómo negarse, y la huésped insiste, primero cordialmente, y luego como una orden que se está desobedeciendo. Rápidamente nos damos cuenta de las dinámicas de poder, servidumbre y subordinación que realmente están en juego dentro del barco.
La verdadera cereza del pastel, y lo más logrado y valioso que se puede encontrar en la película, sucede cuando el capitán del barco, alcohólico y marxista poco ortodoxo (un excelente y atípico Woody Harrelson), sabotea un evento programado en el crucero, la ‘cena con el capitán’ haciéndola intencionalmente en un día de marea alta. Conforme avanza la cena y sube la marea, se construye una tensión cada vez mayor, los huéspedes burgueses del barco comienzan a sentirse más y más nauseabundos ante el tambaleo literal y metafórico de las comodidades de su estilo de vida. El humor y la bienhechura audiovisual son algo a lo que ninguna descripción le hace justicia, tiene que verse, desde la secuencia del ‘hombre mono’ en The Square (2017), Ruben Östlund ya cargaba consigo la expectativa de lograr una secuencia igual de memorable, a mi gusto esa promesa está cumplida y superada. La catarsis de ésta secuencia resulta brillante y perversamente satisfactoria (el goce comunal de la sala de cine lo atestiguó), yuxtaponiendo a burgueses ahogándose en su propio vómito y heces, con miedo a morir, mientras suena una canción de nu-metal, en una pincelada de genialidad que merece la pena verse.
Mientras la nave colapsa, el capitán y el ruso empresario de composta tienen un duelo de ver quién puede tomar más tragos, mientras tienen un debate a micrófono abierto de ‘Capitalismo contra Comunismo’ desde el intercom del capitán que se escucha en todo el barco (la sátira llevada al extremo), y en altamar un grupo de piratas africanos se preparan para hacer un atentado al barco. Éste bloque pareciera encontrar una ‘tristeza’ en la futilidad de los actos abiertamente políticos para responder a una crisis real, en éste caso el barco hundiéndose puede ser un símbolo de nuestro mundo, y como la opulencia no puede caer sin llevarnos a todos con ella.
El tercer bloque de la película sucede en una isla a la que llegan un puñado de sobrevivientes: Carl y Yaya, la líder del staff del barco (a la cual le cuesta trabajo renunciar a su rol a pesar de no tener empleados ni barco), un puñado de huéspedes, un posible pirata africano, y Abigail, una empleada tailandesa del área de limpieza (retrato de la vida misma por parte de Dolly De Leon), que rápidamente continúa con el espíritu subversivo del capitán proclamándose la líder en la isla, justificándolo por ser la única que sabe pescar y conseguir recursos para que el resto puedan sobrevivir.
Es aquí que el discurso de la película, el cual hasta el momento permitía establecer paralelismos bastante evidentes con el mundo real, se vuelve poco claro. Por una parte se intentan mostrar los abusos de poder en la gestión de recursos de parte de Abigail, la cual establece una especie de matriarcado cuyas reglas no se exploran mucho, y por la otra comienza a usar a Carl para favores sexuales, dándole favoritismos con la distribución de recursos, de por sí limitados, en una isla aislada del mundo. Cualquier paralelismo que pudiéramos establecer con las críticas comunes a los gobiernos de izquierda y la corrupción y favoritismos (Cuba, Venezuela, Corea del Norte), o la crítica de la nueva derecha al poder de la corrección política sería tratar el discurso de ésta película como algo maniqueo y simplón. Quien les escribe duda que sea el caso, pareciera más bien que se busca retratar a éste grupo de seres humanos “Por lo que son” en sus pequeñas interacciones, pasiones y momentos que suceden en la isla, sin las divisiones sociales y relaciones de poder que existían en el barco.
Aunque la mencioné al inicio de éste texto, no podría comparar ésta película con Don’t Look Up en el sentido de que no hay un personaje que represente ‘la postura correcta’ para solucionar la situación. Aquí todos los personajes son en menor o mayor medida parte del problema y la película nunca nos ofrece posibilidad de insertarnos en ninguno de ellos para sentirnos mejor con nosotros mismos (error común en las películas de temática social).
Al final de la trama, cada uno de los personajes descubre por su cuenta que la isla en la que llevan meses varados del otro lado era un resort privado, y es aquí donde la situación vuelve a anclarse en una disyuntiva social real a través del personaje de Abigail, la cual debe decidir entre mantener ese secreto para permanecer en el nuevo status quo (donde tiene poder y es alguien), o escapar de la isla y volver a su vida anterior, donde era subordinada más. Ésta incertidumbre de qué le depara a los personajes no termina resolviéndose en la película, Östlund lo deja en manos del espectador para resolver. Si bien es un final abierto, hay poco en la película que nos haga creer que sus personajes van a encontrar una solución afuera del laberinto dentro del que están inmersos, esa sería la ‘tristeza’ de éste último bloque. Quizá la resolución a la que llegamos dependa de qué tan optimistas nos sentimos respecto a la posibilidad de que las personas puedan pensar un nuevo paradigma ajeno al orden social en el que vivimos actualmente.
Las historias son un reflejo del espíritu de éstos tiempos, y por lo mismo ha sido un fenómeno interesante ver series y películas que retratan la división de clases y los problemas del capitalismo, como El Juego del Calamar (Hwang Dong-hyuk, 2021), Parasite (Bong Joon-ho, 2019) o incluso Joker (Todd Phillips, 2019), que logran unificar los ánimos tanto del público menos exigente como de la crítica especializada. Son esas películas las que realmente refrescan el paradigma y nos recuerdan qué cine se siente vivo y se insertan pronto en el imaginario colectivo.
Quien les escribe vio ésta película en una sala de cine llena, y pudo comprobar de primera mano que la gente no ‘escapaba de sus problemas’ sino que los veían reflejados en la pantalla grande, y compartían coralmente reacciones de risa, intriga, ira, indignación, perverso goce, pena y conmiseración en aquella experiencia comunal dentro de una sala de cine (cómo no habrían de hacerlo si se abordan problemas que nos afectan a todos por igual). Y si bien el ‘triángulo‘ se dibujó a lo largo de la película como algo nada alentador, aquellas reacciones me dieron un poco de optimismo.