Julieta, un drama de silencios que se bebe con Chavela.
Julieta, la más reciente entrega de Pedro Almodóvar es, en esencia, un drama puro y duro; de esos que el manchego adora hacer, pero esta vez, la tristeza lo adereza todo, una enorme melancolía que pareciera gritar que algo está a punto de terminar. Llámelo nostalgia, morriña, necesidad de llorar y pasar por garganta los pesares, pero diría que la más reciente película de Almodóvar es lo más semejante a una canción de Chavela Vargas; duele y es hermosa, aunque no a todos les guste.
Una madre y su hija, el eterno drama del nunca acabar, la feminidad y esa especie de condena genética con sabor agridulce que tan maravillosamente ha sabido retratar Pedo en sus películas, son parte de lo que usted podrá encontrar en Julieta, cinta con la que el español hace su regreso como director y guionista después de tres años y aquella cochinada que fue Los amantes pasajeros.
En Julieta no hay tanta alharaca, salvo unos minutos en los que Marian (Rossy de Palma) hace lo propio irrumpiendo al más puro estilo de esas chicas Almodóvar tan salerosas; pero hay algo distinto, que no se parece en nada a lo que el director nos tiene acostumbrados. Un aire de Bergman se asoma en una de las escenas… la cara de Adriana Ugarte (Julieta de joven) se queda redimida en una toalla cual Magdalena, dando paso al rostro de Emma Suárez, una Julieta adulta, ajada y en la que todo atisbo de felicidad desaparece. Diríase pues, que el drama sigue oliendo a esa fragancia almodovariana que a tantos nos fascina, pero los ingredientes han cambiado. Un Pedro más maduro o más cansado, juzgue usted.
La estética de la fotografía de Jean-Claude Larrieu es exquisita, especial; esos planos dentro del tren que se mueve, esa casa de ensueño que sirve de marco al mar gallego y un estudio de oscuridad y barro para refugiar el arte de hacer con las manos, es algo que insisto, muestra una evolución en la forma de contar las historias de éstas, las mujeres de la dualidad, malditas y bendecidas a la vez. Si hay algo que reclamar en cuestión de actuación, es que el papel masculino quede relegado a un transitorio pretexto; Daniel Grao (Xan) pasa de lo terrestre a lo marino y ahí se ahoga; y Joaquín Notario (Samuel, padre de Julieta) se queda en otro plano, uno al que no pertenece la cosmogonía de Almodóvar. Cuestión de los personajes, dirán los defensores.
El silencio, era el título original con el que se pensaba estrenar la cinta, pero vaya usted a saber por qué razones se cambió al de quien aquí suscribe y escribe. Mire, hay en Julieta, una apología al eterno sufrir con ese nombre tan de Shakespeare, pero con un respeto absoluto y total al dolor materno… sí, a eso que creía tan mexicano, tan de madre abnegada, tan de Mujer casos de la vida real, nada más que con un grado de discreción que jamás podríamos encontrar en Lo que callamos las mujeres.
No hay peor dolor que el de una madre que pierde a su hija; pero cuando es la hija la que toma la decisión de perderse para no volver jamás y su eterno fantasma asecha la rutina con sus necios recuerdos, el dolor se transforma en un insoportable sin vivir, que no cura un amor sincero, ni la libertad de hacer, ni nada. La separación entre una madre y su hija parecen convertirse en la máxima cúspide del dolor en una mujer.
No, no es la obra maestra de Pedro Almodóvar, pero dista mucho de ser la peor. Diríase que es su obra más pensada, minuciosa y cargada de un aire de maduración que no todos entenderán si se van por el camino fácil y plagado de clichés. No hay que confundir la ausencia de emoción con la calma, con esos gritos enmudecidos y ese cocinar a fuego lento el dolor, porque aunque así sea, igual quema y nos deja marcados para siempre.
Véala.