La Vida ante sí: El epílogo de Sophia Loren
Hay dos factores que hacen de este pequeño, convencional, pero cautivador drama, uno de los eventos fílmicos más interesantes y pasionales dentro de este 2020: el primero, el amor que emana de la dirección de Edoardo Ponti por el neorrealismo italiano, que si bien no se llega a consumar como debiera (tomando la salida del melodrama), está impregnado en cada esquina de sus cuidados y familiares exteriores e interiores; el segundo por supuesto el regreso de Sophia Loren al cine tras 10 años de ausencia, una leyenda viva que impone con cada segundo en una pantalla embelesada por completo con su presencia, talento y naturalidad.
Es obvio como Ponti profesa un amor narrativo y visual por Sophia, pues a sus 86 años la actriz luce lúcida y en todo su esplendor, convirtiéndose con “Madame Rosa” en una de las opciones más justas y oportunas para que el Oscar y el Globo vuelvan a reconocer su talento en sus próximas premiaciones. Pero más allá de la estela comercial o de lo mediático de su regreso, hablemos un poco más sobre lo profundamente simbólico de su personaje.
La vida ante sí de hecho es una segunda adaptación – remake de la cinta francesa de 1997 ganadora del Oscar, conocida como “Madame Rosa”, con ciertos cambios argumentales que como en su momento a Simone Signoret, ahora permiten el lucimiento de Loren dentro de un papel que se adhiere perfectamente a su carrera. Como si se tratase de un epílogo, Madame Rosa es una sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial (de los campos de concentración de Auschwitz) y una exprostituta que se dedica a tener un hogar para cuidar a niños de otras prostitutas. El papel como víctima, superviviente o testigo de la guerra, fue un recurrente trabajo de Loren en todo contexto y forma en su época dorada y clímax como actriz, lo que permite aquí no solo demostrar una brutal naturalidad gracias a su talento, sino también por la evolución de “ese personaje”.
Pero dicha naturalidad por sí sola no funcionaría, y es ahí donde entra el personaje de “Momo”, niño senegalés huérfano que formará un vínculo profundo con Madame Rosa y en donde Ponti, a pesar de manejar un relato cliché, convencional y predecible, acierta al centrar las virtudes de su relato en dicha relación. Loren y el niño actor Ibrahima Gueye resuelven dicho elemento con una química virtuosa que incluso evita la “lagrima fácil” para llevar su relación a un puerto entrañable, donde las emociones se perciben reales y la transmisión de las mismas pudiera causar honestas lágrimas por parte del espectador en su acto final.
Otro de los aciertos del guion –adaptación, es que Ugo Chiti y Ponti mantienen su historia simple y sin muchos elementos o personajes alrededor de la Madame y su Momo, dejando que todo el peso recaiga en su química y en la estructura de ambos, tan compleja como trágica, pero al mismo tiempo cautivante y muy palpable.
Una grata, sencilla y hermosa sorpresa fílmica, el instinto de personaje, la fuerza, belleza y naturalidad de Loren ensalzan un ejercicio que en manos de otra actriz y cualquier director hubieran sido otro patético melodrama de Hallmark. Con asomos del neorrealismo italiano (el mayor defecto de Ponti es adaptar dicha corriente a los convencionalismos dramáticos de Netflix – televisión), un ritmo y personajes bien estructurados, vale la pena celebrar el regreso de una leyenda de esta forma.