Manon sobre el asfalto o la vida en un minuto
París, con sus estrechas calles y edificios extraordinarios, cuna del buen gusto y platillos exquisitos y extraños. La ciudad luz, que se proyecta al mundo con una fama ganada a pulso, todo es bello en París, todo es civilizado y precioso, el amor la inunda y el arte es su alma. París es inmortal, sus habitantes no. Rodeados de tanta belleza, aún la muerte debe ser una experiencia harto romántica, algo así como una especie de Marguerite Gautier, la trágica protagonista de La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) que apesar de su tragedia, amores, desencuentros y vida disipada, se da el lujo de una muerte tan trágica como memorable. Qué otra ciudad podría inspirar una muerte así.
Es éste el marco ideal para que los directores y autores Elizabeth Marre y Oliver Pont borden una historia igualmente entrañable y visualmente hermosa, casi onírica.
Manon sobre el Asfalto es universal y sencilla, Manon sale de casa un día cualquiera y fallece en un accidente de tránsito. Hasta ahí todo bien, sin embargo la riqueza del corto se encuentra en un tratamiento que no muchas veces se da en el cine y que en esta ocasión se aborda desde dos perspectivas, Manon tendida en suelo, consciente de su propia muerte no se lamenta, sus últimos pensamientos se dirigen hacia sus seres amados, aquellos con los que, al igual que todos nosotros, construímos con pequeños ladrillos de cariño una vida, cuyos detalles y atención hacen de nuestras casas un hogar lejos del hogar. Esas amistades, pareja y vecinos que nos ayudan a sobrellevar el día a día. Quienes se vuelven nuestros confidentes y depositarios de confianza, a quienes con cada pequeño detalle buscamos establecer lazos que den sentido a nuestra propia existencia. Ese es el mundo de Manon.
Sin embargo, Manon también representa nuestro propio ego porque, como parte de una sociedad, suponemos que de alguna forma somos insustituibles, o bueno, es que por lo menos esperamos que el hueco de nuestra ausencia duela, deseamos, necesitamos ser amados, queremos que nos quieran, queremos trascender, ¿qué caso tiene establecer relaciones si no lo hacemos, si somos prescindibles en cualquier sentido? Lo cierto es que aunque no deseamos provocar dolor, no queremos sufrir solos.
Y está la familia, a quienes damos por sentado, de quienes buscamos alejarnos toda la vida tan solo para saber que siempre están cerca. La familia, esa foto que espera en el cajón, que no importan por cuánto tiempo la abandonemos, cuando la miremos sabremos que nada en ella ha cambiado, soporta el paso del tiempo, las inclemencias del clima… soporta el abandono mismo, siempre sonriendo: ¿para qué regar una planta que sabemos perenne? Si le hubiésemos dedicado un poco más de tiempo… con ellos no hay que esforzarse, sin esfuerzo alguno nos recordará, son los cimientos invisibles sobre los que reposan nuestros pequeños ladrillos de amistad.
Éste es el mundo de Manon, que sucumbe ante un evento crucial pero sólo para ella, para quienes la observan curiosos es una persona más, no la conocen, no la aman, charla de sobremesa, nada más.
La otra perspectiva la dan los amigos.
Los directores nos otorgan un último regalo para agradecer los 15 minutos que hemos dedicado a su obra, nos regalan un pase a nuestra propia cotidianidad, que es la de Manon, la de sus amigos y su familia. Nadie sabe que Manon yace en el suelo moribunda, nadie sabe cuánto les quiso, nadie sabe que Manon no llegará a su cita. Sonriamos, la vida continua.