Megalopolis: Pretenciosa y amarga despedida
Hay que ser ciego para no reconocer a Francis Ford Coppola como uno de los directores más importantes de la historia del cine, que revolucionó la forma de contar historias y que siempre está buscando la forma de innovar y aportar algo nuevo que influya en las personas. Pero hay que ser doblemente ciego para no darse cuenta que el director sólo hizo 6 películas realmente buenas (el resto ronda entre lo horrible y lo mediocre), que dejó de ser influyente hace tiempo, que no ha hecho nada desde hace 10 años (y nada bueno desde hace 30) y que el paso del tiempo lo ha sumido en un estado ya psiquiátrico y necesitado de un bozal. Tomando en cuenta estos factores, desde lejos era fácil ver venir que “Megalopolis” apuntaba a ser una decepción, y hay una sola respuesta que confirma y resume esa palabra:
La ambición se agradece… ¿pero a qué costo?
Hay que darle crédito a Coppola, se nota la pasión con la que Megalopolis está hecha, pues la historia puede interpretarse de 2 maneras. La más obvia, una crítica al imperialismo estadounidense (y tomando en cuenta el panorama actual, un intento de presagiar una posible guerra civil en el país), y por otro lado, un llamado a los jóvenes artistas a proponer nuevas ideas. Sin embargo, en el intento por querer abarcar tantos temas trascendentales como la subyugación del pueblo, la manipulación de los medios de comunicación, la corrupción política y el cambio a través del concepto del tiempo como metáfora del futuro, Coppola retrata todo de manera inconexa y con una edición errática que no tiene un orden en la sucesión de eventos. Inicia, pero se descontrola rápidamente cuando comienza a amontonar tantas temáticas sin tener una como base (evidencia de todos los cambios que le hicieron al guion detrás de cámaras).
Así, la metáfora artística de Megalopolis se convierte en una pretensión infumable e improvisada por querer ser más de lo que realmente es. El desorden provocado por la narrativa va de la mano con la escenografía, pues visualmente es impecable cuando se trata de los efectos prácticos como vestuario, maquillaje y peinado (se logra una mezcla interesante entre el imperio romano y la ciudad de Nueva York), pero en el momento en que entran los efectos por computadora la calidad cambia. Para echarle sal a la herida, la fotografía plana, el descontrol en la iluminación y la falta de dinamismo en la cámara restringen la inmensidad que pretende mostrar y la vuelven estática. Se agradecen los homenajes a “Ben-Hur” y las primeras partes de “The Godfather”, pero es otro obvio ejemplo de que Coppola nunca supo adaptarse a la era digital como sus compatriotas Spielberg y Scorsese (ya evidenciado en “Twixt”, su trabajo anterior).
Desigualdad en el reparto
Con el reparto sucede algo raro, es como si a Coppola se le hubiera olvidado en Megalopolis cómo dirigir actores, porque las actuaciones van de exageradas a planas y la diferencia entre los más veteranos y los nuevos es abismal. Shia LaBeouf otorga un villano de múltiples matices, pero la caracterización de su personaje puede hacer recordar a su etapa de “Transformers” (sólo que en vez de repetir “no” repite “sí”). En cambio, Giancarlo Esposito tiene más variedad debido a todas facetas por las que atraviesa y Jon Voight retorna a una calidad que no se le había visto en mucho tiempo como el mítico empresario, y hasta Dustin Hoffman en su pequeño papel es más creíble. Aunque los roles de Laurence Fishburne y Aubrey Plaza pueden percibirse como redundantes, al menos cumplen su propósito dentro de la historia como narrador testigo y femme fatale respectivamente.
Sin embargo, es obvio que hay que prestarle atención al protagonista Caesar Catilina, interpretado por Adam Driver. Es cierto que sabe transmitir ese aire hedonista, megalómano, egoísta y creativo que requiere el genio y rancio arquitecto, pero también denota un encasillamiento en este tipo de roles empresariales (tercero seguido que interpreta a un millonario con matices similares). Hay que añadir que su química con Nathalie Emmanuel es pobre y el personaje es afectado por la controversial decisión de poder pausar al tiempo. Que quede claro esto: tener a un personaje con un poder tan roto como manipular el tiempo requiere una explicación de la obtención de esos poderes, así como una justificación y darle limitantes para no abusar de los mismos, de lo contrario se vuelve una excusa para resolver problemas que no se usa por conveniencias.
Otro ejemplo de debacle es que, a diferencia de Spielberg y Scorsese, Coppola jamás actualizó los arquetipos de su filmografía, por lo que la dicotomía de los personajes femeninos se sigue dividiendo en interés amoroso y madre. Esto significa que también limita el público que puede tolerar un estilo que no será del agrado de todos, en especial para la audiencia actual o quienes no están acostumbrados a su trabajo. No obstante, tomando en cuenta que el reparto se conforma exclusivamente de actores cancelados y vetados de grandes producciones, ¿no hubiera sido genial volver a ver a Kevin Spacey y cerrarle la boca a Hollywood?
El cuerpo envejece, ¿también la mente?
Estos factores juntos también plantean un tema que quizá merece su propia editorial, pero que plantea cuestiones importantes. Hay muchos directores que se consideran innovadores hasta la fecha por todo lo que aportaron, pero muchos sentimos que han perdido esa grandeza que alguna vez tuvieron. ¿Es parte de lo que implica envejecer? ¿Todo artista está condenado a fallar con el tiempo? ¿Cómo se puede salir de ese agujero creativo? Son preguntas con multitudes de respuestas y no hay ninguna clara. En el caso de Megalopolis, no puede ignorarse ni olvidar que Coppola tiene 3 obras maestras y 3 películas buenas que cumplen con los estándares, que nos hizo ver más allá de los horrores de la guerra o del sacrificio de un hijo que se volvió lo que más odiaba para proteger a su familia. Y aun así hay que reconocer el desastre que le ha salido este proyecto.
A pesar de sus declaraciones sobre que el tiempo es el juez final y que muchas de esas obras maestras fueron lapidadas en su estreno, querer forzar la maestría para volver a los escenarios es una pretensión que le creeríamos a alguien como Cameron o Scott, no a alguien de su prestigio (no olvidemos que él intentó explicar el fracaso de “Jack” porque la gente siempre lo ha visto como un director serio).
Si hay algo positivo que decir de Megalopolis es que no dejará a nadie indiferente, pero es imposible no percibir esto como algo diferente a lo que es: un metraje pretencioso, confuso y exageradamente largo que no puede evitar lo predecible de su trama y la repetición argumental, pero que al mismo tiempo, tiene destellos que indican que este antiguo Dios del Olimpo fílmico todavía está ahí, pero imposibilitado de construir algo por sí solo debido a la demencia directriz, el camino que está tomando la industria fílmica, su alejamiento de la misma industria y la incapacidad de adaptarse a la actualidad.
Megalopolis es una fábula cuya oda a la libertad creativa es demasiado abstracta e inconsistente como para ser tomada en serio, pero este monumento al exceso también es la conclusión de un soñador a su ya de por sí desordenada e interesante filmografía. Exclusiva para sus fans incondicionales, si el resto se anima a darle la oportunidad, mejor bájeles a sus expectativas. Y con esto me despido: