Películas para ver con Papá: Red River
Uno de los retratos más clásicos del western y de la cultura estadounidense es el que Howard Hawks llevó a cabo como la primera de su trilogía de Ríos: Red River, grandilocuente western que en toda su gran estructura estética e histórica, que refleja el movimiento colonizador y comercial de la raza blanca a través del territorio americano (por no mencionar “invasión” y “arrebato” de tierras), es en esencia un relato paternalista que bien pudiera servir como terapia para algunos “daddy issues”.
Un pistolero retirado y convertido en ranchero, junto a su veterano socio y un huérfano adoptado, crea un emporio de ganado que ahora debe trasladar por la mitad del territorio gringo para poder subsistir. Las diez mil cabezas de ganado serán la excusa para mostrar la deshumanización de este rudo empresario frente a variados peligros que incluyen el mismo ambiente del salvaje oeste, caravanas atacadas por comanches, coyotes, tempestades y ríos, y finalmente el amotinamiento liderado por su propio aprendiz y heredero, consecuencia de su notoria y evolutiva crueldad durante el viaje.
Si bien el calificativo “épico” podría describir a la perfección la puesta en escena de Hawks, Red River se distingue principalmente por ser uno de los western con mejor tratamiento dentro de la psicología de sus personajes (y uno de los primeros en hacerlo), los cuales logran sobresalir de las planicies argumentales en las que generalmente cae el rubro (el bueno, el malo, la damisela, el pistolero, etc), para sugerir una férrea competencia entre las figuras del padre y el hijo que, conforme avanzan los más de 120 minutos de metraje, dejan relucir aspectos que con demasiada familiaridad proyectan las prioridades intimistas y secretas de ambos: del padre, una enseñanza brutal dada la inexperiencia y el ambiente en el que se desenvuelve, y del hijo, una compasión que se torna en cierta venganza dados los maltratos mayoritariamente psicológicos recibidos durante la niñez y adolescencia, claro, siendo estos coronados y justificados con un agradecimiento y cariño mutuo que al final, pese al complejo y fuerte conflicto desatado, se verá reflejado en redención y perdón de ambas partes.
Posiblemente estamos también ante la mejor dirección de Hawks (aunque no su mejor cinta), que teniendo a cargo un gran presupuesto, reces y extras, le es posible también englobar sus grandes secuencias en el aspecto humano que rodea a este conflicto paternal. Basta con recordar los recorridos en plano americano de Wayne, el pronunciamiento de las expresiones de un Duque convertido en el antagonista en cierta parte del metraje, o bien el lucimiento escénico de un primerizo Montgomery Clift, a los que Hawks hace brillar propositivamente afianzándolos como dos figuras icónicas del género
Dicho esto, no es nada casual que estamos en presencia de una de las mejores actuaciones de John Wayne, dentro de un personaje de matices contrastados, un antihéroe tan odiado como eximido que a través de la dirección encuentra un par de sus escenas más memorables. Resalta también la química con Clift y con el eternamente agradable Walter Brennan, compañero indiscutible de Hawks, Wayne y del western en general.
Un clásico del oeste de gran elocuencia y dramatismo, que en su vistosidad esconde uno de los relatos “machos” y “paternales” por excelencia (Observar que el elemento femenino luce casi nulo e incluso en su participación demasiado forzado). Indiscutiblemente una cinta para ver con papá o para arreglar traumas en su ausencia.