Prey: Como revivir una saga volviendo a las raíces
No es nada nuevo en el ámbito cinematográfico que con el pasar de los años, la calidad de las franquicias fílmicas empiecen a caer dramáticamente. La saga del Depredador no ha sido la excepción. Sin embargo, si hay algo que me parece llamativo en el cómo fue evolucionando la saga de los Yautjas. Y es que parece que para los productores y demás encargados de estas películas, nunca fue una prioridad desarrollar una serie de cintas con una lógica interna bien establecida. Es decir, no se hacían las secuelas pensando en cuál sería el paso más natural y razonable a dar dentro de la historia del Depredador, sino más bien, las hacían pensando en si el Depredador podría encajar dentro los criterios y estándares de moda de la época para las que iban siendo concebidas.
Esto lo podemos ver desde la primera secuela en 1990. Poco o nada tiene que ver con su antecesora de 1987, pero encaja perfecto en el contexto de su época, siendo un thriller policiaco con bandas criminales que traficaban droga en las sucias calles de Nueva York, con la cereza del pastel siendo Danny Glover como el protagonista, quien en aquella época era el policía de moda tras haber protagonizado, en ese entonces, 2 de las 4 exitosas entregas de Lethal Weapon.
Lo mismo pasó con la siguiente entrega en 2010, Predators, de Nimród E. Antal, que se aleja de la línea temporal de Predator 2, pero se ajusta perfecto al contexto de su época, siendo un Sci-Fi de acción que se situaba en un planeta alejado de la tierra, en un momento donde las carteleras se llenaban de distopías en el espacio o mundos compartidos entre humanos y extraterrestres, como lo pueden ser Pandorum (2009), District 9 (2009) o Skyline (2010).
Ya para 2018 deciden traer a un viejo conocido de la saga, el actor convertido en director Shane Black, quien había formado parte de elenco original junto a Arnold Schwarzenegger en 1987, habiendo interpretado a Rick Hawkins. Con títulos en su filmografía como la odiada Iron Man 3 y la muy infravalorada comedia The Nice Guys, Black provocaría el descalabro más estrepitoso de la franquicia al hacer un hibrido de acción y comedia, que si bien ahora sí que planteaba una continuidad y sugería la llegada de más secuelas, el tono cómico no encajó bien con lo que representa el depredador, derivando en un fracaso tanto en crítica como entre los fans.
Y es así como llegamos hasta el 2022, y de la única manera en que se podía hacer para evitar toda relación con el fracaso del pasado: una precuela. Una cinta que se centra en uno de los primeros encuentros de un depredador con la raza humana. El encargado esta vez fue Dan Tratchtenberg, un nombre poco conocido, pero no un extraño es eso de irrumpir en sagas ya empezadas y salir victorioso, habiendo dirigido la gran 10 Cloverfield Lane y un episodio de Black Mirror en 2016, cuando dicha serie aun valía la pena.
En Prey seguimos a Naru (Amber Midthunder), una joven comanche con experiencia como curandera pero con el sueño de convertirse en una cazadora, como su hermano Tabee (Dakota Beavers). Al darse cuenta de que sus intenciones de ser una guerrera cazadora no son tomadas en serio por su familia, decide abandonar abruptamente sus tareas dentro su tribu y escaparse junto a su perro Sarii en busca de su primera presa para demostrar sus habilidades. A la par de esto, también seguimos a un Predator recién llegado a la tierra, uno joven que también está aprendiendo a cazar y que en la cultura Yautja se le conoce como Young Bloods, ya que aún no son considerados adultos ni verdaderos cazadores por los demás miembros de su clan.
El guion corrió a cargo de Patrick Aison, un novato que debuta en el cine con esta cinta, y que penosamente deja ver su inexperiencia en una gran cantidad de sus diálogos en donde intenta remarcar el empoderamiento de su protagonista, cosa que no hace falta ya que la historia la empodera por si sola. Pero por otro lado, Tratchtenberg tiene la habilidad y la destreza suficiente para compensar esos fallos con un lenguaje visual muy potente y un gran aprovechamiento de los espacios, con unos imponentes planos filmados a pura luz natural exhibiendo la belleza de las Grandes Llanuras, o capturando la opresión de la noche con la ansiedad de estar a la espera del ataque un león, o hacer palpable la claustrofobia y desesperación de estar atrapado en unas arenas movedizas, todo eso acompañado de estupendas secuencias de acción de una violencia visceral, con el depredador desollando a una serpiente o destripando sin piedad a un lobo, o peleando cuerpo a cuerpo contra Naru, con secuencias tan bien coreografiadas que recuerdan al trabajo de Gareth Evans con Iko Uwais o el de Timo Tjahjanto con Joe Taslim.
Obviamente Prey también se puede entender como un productor de su época. Estamos ante un filme de acción protagonizado por una mujer que busca hacerse de un lugar en una tribu donde mandan los hombres, un tema nada nuevo hoy en día (esto no es queja, es una observación). Sin embargo, creo que Prey hace bien algo que no hicieron las demás entregas: regresar a la esencia de la primera cinta. Esa fuerza de voluntad del ser humano por sobrevivir, de adaptarse a las circunstancias más adversas y salir vencedor.