The Brutalist: Dos bellas artes en su máxima expresión
En un mundo ideal, donde el sentido común dominara la subnormalidad de algunos cuantos, estaríamos hablando de la única e indiscutible joya cinematográfica del 2024 y no de estupideces como Emilia Pérez. En un mundo donde la lógica y el reconocimiento a la verdadera calidad artística imperara, estaríamos hablando de The Brutalist. No estaríamos hablando de una transexual que se volvió loca en sus cuentas de redes sociales, ni de un francés que vendió su culo a Hollywood, sino de un muy joven Brady Corbet que, con apenas 36 años y en su tercer largometraje, acaba de realizar una pieza de una inconmensurable belleza narrativa y visual y que trabaja bajo los estatutos de dos de las llamadas bellas artes: la arquitectura y el cine.
Con el holocausto a cuestas, la llegada a América nos regala una secuencia – introducción sumamente poderosa, y que bajo una invertida estatua de la libertad ya constituye la base narrativa de The Brutalist, la deconstrucción del mito de aquel “sueño americano” bajo su símbolo arquitectónico por antonomasia, el primer contacto de aquellas minorías que escapaban de las cenizas dejando atrás sus familias, posesiones y posiciones, prácticamente una vida perdida y en donde la adaptación a una nueva cultura y sociedad significaría todo sentido de supervivencia y resiliencia.
El brutalismo, una corriente nacida de la posguerra, será la clave. Diseños minimalistas originados por la falta de recursos materiales y por la nostalgia de la arquitectura de los 40’s, Brady Corbet encarna el sentido de esta corriente en su protagonista, el ficticio László Tóth, afamado en su tierra, desconocido en su nuevo entorno, y que a través de su supervivencia y adaptabilidad tendrá que reformar sus ideales y conocimientos hacía una nueva forma de arte, una brutalista, una que esconde desde los cimientos no solo esa nostalgia, sino el duelo de haberlo perdido todo.
El camino no será fácil, pero bajo el lenguaje fílmico de Corbet será también hermoso. Con un Adrien Brody en estado de gracia, su primer acto se convierte en un “tour de forcé” de penurias y logros, mostrando los complejos dilemas socioculturales en este choque de culturas y en donde el racismo imperante de aquella “Estatua de la libertad” comienza a mostrar su dualidad semi sociópata; Toth se convierte en el manifiesto de cierta porción de la población judía que tuvo que verse ingresada a otro gueto, uno sin paredes físicas, pero si con muros morales y a la merced de una sociedad que por una lado repudia su presencia, pero que también lo manipula para erigirse sobre él, pisándolo, humillándolo y desdeñándolo.
El Brutalista será pues resiliente, pero no manipulado, cogiendo las migajas que le da la nueva tierra para erigir su nuevo propósito, exponiendo y haciendo una fastuosa analogía a esa reconstrucción social a la que el viejo continente se vio expuesta tras ver su hogar en cenizas. Corbet nos lleva a un proceso emocionalmente complejo, en donde los silencios dictan claros pensamientos para conectar con su audiencia no solo desde la parte trágica, sino también desde el levantamiento artístico y arquitectónico de su personaje, materializado tanto en los diseños de espacios y/o arquitectónicos (que serán clave para el desarrollo de su protagonista), como también en una fotografía hermosa y absorbente que va dejando entrar la luz de manera progresiva, tal y como crece la seguridad de László Tóth
El montaje, pero sobre todo una de las mejores bandas sonoras de los últimos años (incluyendo ese choque de culturas con inclusiones de piezas jazz), redondean un primer acto tan catártico como emocionante, con diálogos y perfectas dicciones que detonan un lirismo directivo catedrático y embelesado por actuaciones de un gran nivel. The Brutalist llega así a sus primera hora y cuarenta cinco minutos, y en donde la presencia de un intermedio no solo hará alusión a aquellas joyas de antaño, sino que a través de una simple fotografía (que dura en pantalla 15 minutos) emula y consigue ese sentido de progresión nostálgica que nos llevará a un segundo acto y conclusión más compleja, introduciéndose de manera literal a una construcción arquitectónica (psicológica) que solo habíamos presenciado desde afuera de aquellos muros de concreto… y de sus personajes.
La llegada del pasado en la forma de la esposa sobreviviente (una enorme Felicity Jones) constituirá la caída del muro emocional de nuestro “Brutalista”, viéndose de nuevo expuesto al dolor y a ese consecuente y constante sentido de reconstrucción. Es aquí donde Corbet aprovecha para llevar a sus personajes al límite y sacarlos de esa hipocresía social, mostrando sus oscuras dualidades y verdaderas motivaciones. El sexo, una parte fundamental dentro de la nueva era de la posguerra tendrá también su protagonismo enfundando en crudos dilemas morales, eróticos y de deseo carnal que expondrán a sus personajes a un nuevo reto de adaptabilidad, siendo este incluso el detonante que nos llevará a una catarsis abrumadora que precederá al destino final y a un epílogo narrativo.
Es aquí donde también Corbet deja de lado el muro físico para escudriñar en los muros psicológicos, y sobre todo en el valor de la pertenencia sociocultural. Es impreisonante que, aunque la arquitectura nunca es dejada de lado, The Brutalist tomará variados simbolismos para encausar una mayor profundidad alrededor del duelo y la espiritualidad de su protagonista, siendo el mármol una pieza fundamental de este discurso y materialización, que transformará la pureza de esta roca al más bajo grado de la miseria humana y de la manipulación.
Si bien ya elogiamos lo hecho por Brody y Jones, The Brutalist ve en Guy Pearce la perfecta contraparte en este duelo social, repleto de claroscuros, de una maldad envuelta en caridad y reflejada también en una estirpe que respeta dicha dualidad. Por su parte, Joe Alwyn, Alessandro Nivola, Stacy Martin y Raffey Cassidy se encuentra a la par en esta perfecta amalgama de perfección histriónica.
Finalmente, The Brutalist es tan grande como lo es su epílogo, un salto al futuro que llevará a cabo no solo una retrospectiva de la corriente arquitectónica, sino también una introspección narrativa que proveerá la última piedra al relato, ese último detalle que regala otra sensación y profundidad a la historia de László Tóth y que nos confirma la joya filmada por Brady Corbet. No es hasta ese último momento que se comprende en su totalidad el contundente y sensible mensaje de duelo y dolor sobre el Holocausto y la migración de aquella y varias comunidades.
The Brutalist es una joya sofisticada, visualmente bellísima, dinámica, con actuaciones impresionantes y sin ningún gramo de manipulación narrativa. Son tres horas y media que invitan a la reflexión, pero que también son entretenidas, emocionantes y complejamente emocionales. Es puro y bello cine, pero sobre todo, es el más objetivo y simple grado de separación entre alguien que sabe apreciar un bello arte (o dos), y alguien que lo degrada con pendejadas y 13 nominaciones al Oscar