Editorial Cinescopia: Hablemos de la belleza del cine
Lo sé, todo el cine debería ser considerado arte por el simple hecho de llamarse cine. Finalmente, lo que se busca es expresar ideas que terminen por transmitir sentimientos en la audiencia, aunque esas sensaciones se traduzcan como risas pasajeras, el propósito siempre será el mismo: imprimir un efecto.
Pero el séptimo arte es muy particular, en esencia, nos da una nueva oportunidad para conocer historias a través de imágenes en movimiento. Así como la literatura nos guía por medio de palabras a crear nuestro propio mundo con el uso de la imaginación; el cine nos ofrece estas imágenes a través de diferentes planos y secuencias, no con la intención de limitar la iniciativa, sino de crear nuestra propia percepción de lo que visualizamos, pudiendo incluso encontrarle diferentes significados dependiendo del estado de nuestra conciencia.
Comencé a amar el cine a una edad no tan temprana, lo confieso, pues ese verdadero amor surgió en el momento en el que pude comprender todas las posibilidades que este arte me ofrecía. Ver una película no significó lo mismo para mí después de ver Casablanca (Michael Curtiz, 1942), pues se convirtió en un referente de fascinación que quise volver a encontrar cuantas veces me fuera posible. Cada toma, cada melodía, cada palabra del guion me pareció perfecta, un relato cuya simplicidad es solo superficial y en la que encontré un nuevo encantamiento cada que la veía de nuevo. Así que como el buen Rick lo diría “Ese fue el inicio de una hermosa amistad” (no sic.).
Es hermoso cuando comprendes las maneras que tiene la cinematografía de llevarte al sitio que pretende, desde esa radiante toma panorámica que comenzó como un paneo, hasta ese sencillo “change focus” que sucedió justo después de un plano secuencia de casi 5 minutos (y del que no te diste cuenta); sí, juegos de cámara que pasan casi desapercibidos, ese close up que te dejó ver el surgimiento de una lágrima o ese plano objetual que hizo tan dinámica una escena aparentemente sencilla.
Cada filme nos da la oportunidad de soñar, pero sobretodo, de conocer distintas realidades. No solo cada país (o cultura), sino cada quien tiene una manera distinta de hacer y de apreciar el cine. Lo interesante es alimentar esa curiosidad de aprender a través de lo que alguien más observa y transmite, cómo es que cada persona puede interpretarlo de forma diferente y al mismo tiempo imprimir un efecto que se traduce como empatía.
Y así, todo se resume en ese fascinante momento en el que una película logra algo más que una broma ingeniosa o un divertido susto, un sentimiento genuino con el que te das cuenta que una de las cosas más bellas de la condición humana es la capacidad de empatizar, haciéndote parte de una situación ajena que ahora puedes sentir muy tuya, una descarga de conmoción que te hace sentir que todo el tiempo invertido ha valido la pena.
Como toda pasión, hay cierto halo de adicción a querer ser parte de un mismo sentimiento una y otra vez. En mi caso, es esta sensación de la que soy fan, una curiosidad por querer conocer y sentir más; tratar de encontrar un mismo concepto de manera distinta, en circunstancias distintas y en temporalidades distintas. Al final, cada quién prefiere cómo es que quiere vivir el cine, lo extraordinario también radica en la diversidad de conmociones (y opiniones). Y esta es solo mi manera de amar el cine.
Escribo esto hoy de un punto de vista muy personal, como un legado de mi amor por el cine, y también porque justo hoy hace 5 años comencé a escribir sobre él. Larga vida al maravilloso séptimo arte.