El Conde: O la perpetua deshumanización de Pinochet.

¿Qué puede ser más aterrador que el verdadero Augusto Pinochet? La respuesta no es sencilla, pero Pablo Larraín ha atinado en ella: un Pinochet Vampiro, un ser inmortal quien, acompañado de una familia igual de temible (estos por inmorales, que no inmortales), continúa con su vida después de su fingida muerte, que le permitiera evadir la justicia y las investigaciones que en vida se le seguían a nivel internacional, mientras continúa enterrando sus colmillos y arrancando corazones a los habitantes de Santiago.

La historia de Pinochet es una de las más complejas y crudas de contar. Tras el Golpe de Estado perpetrado en 1973 al gobierno de Salvador Allende, su gobierno se caracterizó por una cruenta represión, que implicó la desaparición, tortura y, en el mejor de los casos, el exilio, de miles de chilenos. Estas atrocidades han sido llevadas al cine y a la televisión en varias películas o miniseries (menos de las que uno esperaría).

Una de las voces que se han alzado es precisamente la de Pablo Larraín, quien es quizás el cineasta chileno más reconocido de estos momentos. Su trilogía compuesta por “Tony Manero”, “Post Mortem” y “No”, da voz a historias de los años de la dictadura, cada una desde un ángulo particular y diverso.

En esta ocasión, Larraín recurre a una sátira con tintes de metaficción para re-imaginar la historia de Pinochet como un vampiro, un ser inmortal de 250 años de vida, quien duda en seguir viviendo y está al borde de buscar su muerte, habiendo iniciado su vida en los años de la Revolución Francesa, en donde fungió como parte de la milicia defensora de Luis XVI y de María Antonieta, a quienes siempre se mantuvo leal, jurando vengar sus muertes y tomando la misión personal de aplastar a los anarquistas, los socialistas, los sindicalistas, los republicanos y los esclavos libres del mundo.

La búsqueda de esta venganza personal lo ha llevado al fin del mundo: Chile. Ahí, buscará establecer una semi-monarquía en la que impere el orden, manteniendo a raya a los habitantes sudamericanos, cuya sangre tiene un detestable sabor a acidez, pobreza y subdesarrollo.

Pocas películas pueden tener una trama tan atrayente como original, pero lo que podría resultar una parodia a simplona con marcadas tendencias de denuncia, resulta en su lugar un ejercicio por demás interesante y rico, que desde las primeras escenas fija el tono de la película y nos presenta una narración en off (en inglés, lo cual resulta perfectamente lógico y razonable hacia el final) siempre pertinente y una colección de personajes perfectamente delineados y cuyos aportes a la historia se vuelven resaltables.

Entre estos personajes tenemos a los hijos del Conde, quienes han llegado a la casa de campo en búsqueda de una esperada herencia, a Lucía, su esposa, tan despiadada e inmisericorde como él, pero que no ha logrado obtener del Conde lo que más anhela: su inmortalidad, y a Fyodor, su “leal” y despiadado mayordomo, quien durante los años de la dictadura fuera el responsable de Villa Grimaldi y, ahora, es el único a quien el Conde ha mordido, concediéndole la vida eterna.

La llegada a la finca de Cármen, una monja exorcista (sí, leyeron bien), quien fungirá como contadora de los bienes que serán heredados, resulta el catalizador perfecto para encausar la trama a sus mejores momentos, en los que se hace un balance impecable en los diálogos, pasando a confesiones sobre la crueldad, los actos de corrupción, el nulo arrepentimiento, la auto-justificación y las crisis existenciales. El juego de intercambios verbales entre ella y los miembros de la familia son oro puro.

Y, sin embargo, esta película escapa de lo abiertamente político, para hacer en su lugar, una suerte de denuncia velada, disfrazada en su oscurísimo humor, y en momentos hasta de justificación. El guion es magnífico, lo mismo irreverente que imaginativo y original, lo mismo oscuro que penetrante, cual colmillo de vampiro. Y es que justamente termina por deshumanizar, aún más, la figura de Pinochet.

Y el mérito no recae exclusivamente en el guion y la dirección de un soberbio Larraín, sino también en una fotografía magistral en blanco y negro, rica en texturas y claroscuros, así como en una selección musical perfecta, que sostiene en sus cuerdas la tensión y misterios permanentes, dotando a las imágenes de una atmósfera gótica, siniestra y permanentemente tétrica.

En resumen, Larraín se consolida como uno de los mejores narradores de la actualidad, a través de una película perfectamente madura, en tema y en tono, y que resulta enteramente disfrutable.

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Acerca del autor

Jose Roberto Ortega    

El cine es mi adicción y las películas clásicas mi droga dura. Firme creyente de que (citando a Nadine Labaki) el cine no sólo debe hacer a la gente soñar, sino cambiar las cosas y hacer a la gente pensar mientras sueña.


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