Nosferatu: Un bigotón, dramático y distinto vampiro
Con un poco de malicia, Grau, Murnau y Galeen (productor, director y escritor) tomaron sin pedir prestado elementos del relato clásico de Bram Stoker para llevar a cabo el origen fílmico del Conde Drácula, rebautizado como el Conde Orlok y apodado siniestramente como “El Nosferatu”, que desde 1922 se ha posicionado como un obra de horror fundamental. Podríamos asegurar a Nosferatu no solo como la oscura cúspide del expresionismo alemán, sino también como la del género, también iniciadora de aquellas “maldiciones” y leyendas negras, costándole al mismo Murnau su propia cabeza cuando los cultos satánicos profanaran su tumba en nombre del vampiro.
Entonces, Nosferatu, como una adaptación libre de Drácula, cuenta con la apertura de ser reabastecida de recursos que el género disponga o incluso de la flexibilidad de ser combinada con un tono más dramático, y he ahí donde Robert Eggers vio una oportunidad. Sabiendo que la obra original es sencillamente insuperable tanto narrativa como visual e historicamente, el joven y astuto director se aleja de ella para re adaptar al “Nosferatu” no solo agregando otros elementos de terror, sino construyendo bajo sus propios estandares una versión más apegada a su patente, y es que con apenas cuatro películas en su haber, pocos como él pueden presumir de un sello tan notoriamente distintivo que, al apreciarse, el espectador puede asegurar que estamos ante “un Eggers“.
Así pues, el sofisticado trabajo de visual de este Nosferatu se enriquece del característico folclor europeo, símbolos ocultistas y satánicos, infanticidios e incluso una justificante narrativa interesante sobre la percepción de este mal materializada en pestes y posesiones, pero lo que en realidad hace diferente a esta versión sorpresivamente no es ningún elemento de “terror”, sino la profundidad dramática en la construcción y trasfondo de los personajes, en especial el de Ellen, pues será a través de ella en donde Eggers desarrolle no solo su mensaje de sacrificio y heroismo ante un destino previamente oscuro y adepto al vampiro, sino también a los personajes e incluso hasta el entorno.
Siempre será interesante como Eggers intenta conectar elementos meramente fantásticos con la realidad, haciendo a la oscuridad palpable y amenazante en un mundo cotidiano; de ahí emana su espontánea manifestación del terror, de la naturalidad y la cercanía con aquella maldad, y Nosferatu no es la excepción. La perversidad de Orlok se materializa a través de la enfermedad, una peste con la que el Conde va cobrando sus víctimas, hombres, mujers y niños por igual; así mismo, los rituales satánicos y los exorcismos serán recursos que ayuden a comprender la conexión entre Ellen y el Nosferatu, estructurando tanto el pasado de ella como el motif del vampiro. Si bien es cierto que algunos elementos clásicos del vampirismo serán borrados, Eggers ejecutará por medio de la infección física y espiritual nuevos estatutos hacía “SU” Nosferatu
Pero todo atrevimiento requiere un sacrificio, y más cuando se trata de una obra de esta importancia. Es triste e incluso hasta exasperante ver como el terror mismo no causa ningún terror en absoluto. Así como la amenaza en The VVitch y en The Lighthouse se esconde en la oscuridad y es sutil pero siniestramente revelada en momentos clave, en Nosferatu, Eggers decide mantener bajo sombras a su Orlok, solo mostrándolo en su totalidad hacía el trágico clímax – final que todos conocemos. Irónico es que, mientras el terror se materializa en aquellas metáforas del entorno, la presencia de Bill Skarsgard es prácticamente inofensiva como el Conde, y es que más allá de un trabajo de acento y voz, el personaje se ve afectados por las decisiones de Eggers, siendo Orlok la piedra más débil de esta narrativa
La dramatización elimina el terror, y aunque quizá estemos hablando de la cinta mejor actuada de Eggers, es obvio que el joven cineasta quería causar una impresión más oscura de lo mostrado. Esto se refleja en el repetido uso de Orlok, rodeado de una fotografía que hace honor al expresionismo y que denota que muchas veces la lograda estilización puede maquillar las debilidades narrativas en torno la construcción del Nosferatu.
Hablando de la cumbre de este relato, las actuaciones, reparemos principalmente en Lily Rose Depp, pues será a través de Ellen donde “Nosferatu” logré sus mejores momentos, incluso dando mayor espectacularidad a Skarsgard y la justificación necesaria para que esta versión pueda sobrevivir 40 minutos más que la obra del 22, en mucha parte gracias a la credibilidad y el trasfondo emocional con el que es construído su trágica heroína; sus diálogos, posesiones, monólogos y conflictos son vitales para el ritmo, desembocando en una escena final verdaderamente grandiosa que provee al vampirismo fílmico de otra distintiva tesitura. Nicholas Hoult sigue consolidándose gracias a personajes complejos y conflictuados, recayendo en él los temas en torno al folclor, la inseguridad masculina y la confrontación mórbida – erótica que conlleva la infidelidad de su Ellen con el monstruo. Por su parte, la dupla entre Ralph Ineson y Willem Dafoe proveen vitalidad gracias a su química, cierto y funcional “comedy relief” y el diálogo médico – espiritual en el que Eggers repara mucho para materializar la maldad. Pero a quien hay que darle una mención aparte es a Aaron Taylor Johnson, que aquí quizá consiga la mejor actuación de su carrera (si, incluso por encima de Nocturnal Animals) al encarnar a la fragilidad humana afectada por la peste, y en la que recae el sentido más trágico del relato.
En conclusión, la fotografía, el sonido y la sofisticada visión estética y manejo de planos se complementan con una labor histriónica casi perfecta en lo que Eggers decide retratar como un origen satánico y “ocultista” alrededor del vampiro, lo que permite permear su narración de su característico folclor, pero también de un sentido más “espiritual”, sacrificando el “terror” visual por un drama de tintes psicológicos. Dista de la de Murnau, pero será recordada por su nivel actoral y arevimiento directivo, siendo quizá no el Nosferatu acostumbrado, sino el de Robert Eggers, uno con bigote y patentado con su firma.