Gabriel Figueroa, el maestro del claroscuro del cine mexicano

Aclamado por varios de los mejores festivales de cine a nivel internacional, la mirada de Gabriel Figueroa, no sólo hizo embellecer al paisaje mexicano para enamorar al mundo con sus nubes, sus desiertos y sus flores, sino que creó una realidad aparte; un México de antología que transcurría entre los ojos de una María Félix que enamoraba, un Xochimilco que superaba a Venecia con su hermosura o un místico lugar donde Macario (Ignacio López Tarso) encontraba la medida de la vida en unas grutas de Cacahuamilpa que jamás han vuelto a verse tan maravillosas.

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Revisando con los ojos del artista y la paciencia de los santos.

Infancia sin retoques

Gabriel Figueroa Mateos nació en la Ciudad de México en 1907, fue huérfano al instante. Su madre murió tras el parto y su padre nunca pudo reponerse de esa pérdida. Así, Gabriel y su hermano Roberto, crecieron gracias a la caridad de sus tías paternas en un entorno poco común para la época; su familia era partidaria de la revolución, andaban metidazos en la polaca, (entre su parentela estaba su primo hermano Adolfo López Mateos) tenían ideas liberales y eran un tanto derrochadores de dinero, aunque fuera el de su propia herencia. Éste y otros motivos, orillaron a que Gabriel tuviera que dejar de estudiar para ponerse a trabajar. Ya de niño siempre tuvo predilección por el dibujo y la música, así que no extrañó cuando en busca del taco que le alimentara la existencia, encontrara un lugar en un pequeño estudio de fotografía en pleno corazón de la capital. Ahí, Gabriel encontraría más que un modo de ganarse el sustento, la vida misma.

De cómo Gabriel fue capturado por la cámara

Tras haber recorrido algunos de los estudios que ahí se encontraban para hacerle frente a la competencia de los rusos, Gabriel se topó con su mentor y gurú, el no menos genio, José Guadalupe Velasco, quien manejaba una técnica perfecta para embellecer los retratos retocando los detalles de las bocas secas transformándolas en labios ardientes de corazón, las cejas en arco en curvas llenas de sensualidad, las pestañas en abanicos y todo detalle femenino que a usted se le ocurra en un sinónimo de belleza. Por esta razón, toda la farándula del teatro de revista (que más tarde se convertirían en las estrellas del cine nacional) iba ahí. En ese pequeño y modesto estudio, Gabriel aprendería trucos, manejo de luces y sombras y otros detalles que le darían su propio sello.

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Gabriel en camino

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Años más tarde, con el conocimiento y la seguridad de que era hora de emprender el vuelo por sí mismo, decidió abrir su propio estudio con su fiel amigo Gilberto Martínez. Ahí empezaría todo, la cámara ejercía un influjo sobre él y las fotografías dejaban fascinados a todos los que pasaban por su lente; Sara García y Andrea Palma, serían de las primeras y lo comprobarían. El rumor del fotógrafo artista empezó a esparcirse hasta llegar a los oídos de Alex Phillips, uno de los cinefotógrafos estadounidenses que colaboraba en la naciente industria fílmica mexicana, la amistad nació entre ellos y con ello, el pase que le dio a Gabriel el viaje por la época dorada del cine nacional.

Del México de las rancheras al de los Olvidados

Luego de pequeñas colaboraciones, su gran oportunidad llegó con Allá en el rancho grande (1936) en donde su trabajo no sólo serviría para lograr una de las cintas más importantes dentro de la historia del cine de nuestro país, sino que proyectaría como nadie la identidad nacional; el charro en todo su esplendor con un Jorge Negrete cautivador y un cow boy latino ceñido en la figura del guapísimo Tito Guízar el ambiente festivo y tequilero de las cantinas, los sombreros y las enaguas… elementos base de la esencia mexicana que prevalecerían hasta bien entrada la mitad del siglo XX. Parecía que en pleno gestación de un México cambiante, que buscaba la modernización con el mandato del presidente Lázaro Cárdenas, se echaba de menos ese ambiente pre revolucionario, del rebozo y la manta, de las haciendas, del pueblo enterregado, de caballos y ajustes de cuentas, de amores imposibles y castas…

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Parte del trabajo del maestro Figueroa, belleza pura en blanco y negro.

Bugambilia, Enamorada, La Perla, Río Escondido y Pueblerina sirvieron para hacer lucir y consolidar el talento que Gabriel derrochaba en cada toma con esos claroscuros entre nubes que mostraban a una Dolores del Río como una diosa, a María Félix como algo de otro mundo y a Columba Domínguez como una flor esplendorosa. Una triada perfecta, santísima y gloriosa que encontró su clímax en su lente, adorándolas e inmortalizándolas bajo la complicidad de la masculinidad hecha carne en las figuras de Emilio El Indio Fernández y Pedro Armendáriz.

Aquello sin duda fue hermoso, pero había un lado que no se estaba mostrando, y es que entrando a la década de los 50, la capital y el país entero se transformaba; se empezaba con el concepto de las urbes, las ciudades fantasmas, las segregaciones, los pobres que parecían orillados a estar ahí en donde todo terminaba y que el maestro Luis Buñuel bien tuvo a bautizar como: Los Olvidados.

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Claroscuros que envolvían en “Los Olvidados”

A partir de entonces, la visión de Figueroa fue otra. Siguiendo el matiz del preciosismo pero esta vez contrastándolo con el de la miseria; nubes de algodón en donde los pobres podían poner sus cabezas piojosas a soñar.

Contaba el maestro sobre Figueroa que en ocasiones discutían porque él, quería comenzar a grabar una escena, los actores estaban listos y cuando todo estaba a punto, surgía la voz de Gabriel susurrándole al oído: Oiga, no se malo, mire, si se espera una hora más, el sol va a bajar y va a dar una sombra que va a quedar muy bien para iluminar los rostros… Mire, esas nubes anuncian lluvia, podemos aprovechar la oscuridad, todo es cuestión de esperar…  ¡Parecía un meteorólogo!

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En la cámara, el maestro Buñuel, a su izquierda, Figueroa.

Internacionalización y reconocimientos

Luego de trabajar con Buñuel, tras la proyección que los festivales de Cannes, Berlín y otros más alrededor del mundo le dieron, el director John Huston lo invitaría a trabajar en La noche de la iguana (1964) en donde tuvo la oportunidad de trabajar con la mismísima Ava Gardner y con el galán Richard Burton en las locaciones de un (hasta entonces) casi desconocido Puerto Vallarta.

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Fotografía de “La noche de la iguana”

Si el Chivo Lubezki tiene embelesada a la Academia desde hace más de tres alños, digamos que Figueroa hacía lo mismo en aquellos entonces; Los Oscars lo nominaron (aunque nunca ganó, eran otros tiempos). Pero el reconocimiento siempre estuvo ahí.

A mediados de la década los 60, fundó junto con Mario Moreno Cantinflas y Jorge Negrete el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana y recibió el Premio Nacional de las Bellas Artes en 1971, donde al obtener dicho reconocimiento dijo:

“Estoy seguro de que si algún mérito tengo, es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida.”

Recibió 16 premios Ariel (cuando el Ariel era relevante) y uno más de oro en 1987 por su trayectoria e invaluable aporte a las Artes Cinematográficas.

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De izquierda a derecha: Diego Rivera, Gabriel Figueroa y Alfaro Siqueiros.

Íntimo de los muralistas Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, amigo de los grandes intelectuales y pensadores del México del S. XX, obtuvo el reconocimiento de todos por igual.

Sus dos últimas películas las realizó en 1984 con 77 años en sus ojos; El corazón de la noche de Jaime Humberto Hermosillo, y Bajo el volcán (Under the volcano) de John Huston.

Hoy, las composiciones visuales del artista aún son fuente de enseñanza en escuelas de cine de México, Los Ángeles, París y Rusia.

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Cat Movie Lee    


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